Colombia arde. Después de un año de confinamiento debido a la pandemia, Colombia vio crecer un dato más que los demás: 42,5% de los colombianos ahora viven en estado de pobreza según el DANE.
Esto significa un aumento del 6,8%, es decir 6.3 millones de personas, las poblaciones de Chicago y Los Ángeles juntas.
La línea de pobreza es $331.688, o sea menos de U$100. Y la de pobreza extrema es $145.004, U$30.
De modo que en Colombia, muy a nuestro pesar, hay hambre. Y esta hambre se manifiesta de forma violenta. Hay hambre de alimentos, hambre de seguridad, hambre de salud, hambre de educación, hambre de trabajo.
Y a pesar de esto, continúa el confinamiento obligatorio. Se manda a cerrar la empresa, pero no la nómina. Y los pocos micro y pequeños empresarios se fueron a la quiebra o se endeudaron con el grupo Aval para el resto de sus vidas.
No hay derecho… ni ley…
Y los dedos se levantan: estos indígenas desadaptados, estos guerrilleros mamertos, estos comunistas liderados por el grupo de Sao Paulo, ¡todo es una artimaña de la izquierda internacional! Y del otro lado dicen: ladrones explotadores, fascistas neoliberales, cerdos corruptos y misóginos, asesinos…
Pero lo único que se logra es una paranoia colectiva. Nadie se puede mover de sus casas debido a los bloqueos de las calles, siendo Cali el epicentro de las manifestaciones.
Pero ya la ciudadanía quedó dividida. Son “Ciudadanos contra Indígenas.” Pero, ¿por qué? ¿Acaso los indígenas no son parte de la ciudadanía?
Y ahí se revela la gran raíz del conflicto. Heredamos de los españoles el desprecio racial y la división en castas de acuerdo a la mezcla de sangres.
Y con esa herencia viene un lenguaje. Decimos: indio hp, negro inútil, campesino bruto, montañero burdo, pobre malaclase, rico explotador, policía ignorante y político corrupto.
Y así nos dividimos. Ellos y nosotros. Triste. El colombiano antepone una diferenciación con su propio compatriota. Y luego se erige en un pedestal de “ciudadano de bien” y no se da cuenta que la contraparte está haciendo lo mismo.
Y desde los pedestales se lanzan improperios, desenfundan machetes, sacan las camionetas blindadas y bajan la ventana lo suficiente para sacar el cañón del fusil y matar, matar y matar…
Sangre corre hoy por Colombia. Aumentan los desaparecidos mientras escribo esto y mientras usted lo lee. La desconfianza se convirtió en el único pan al que pueden acceder los colombianos desde la angustiante celda llamada hogar.
Guerra Civil es lo que se viene si no se le echa agua fría a los ánimos de la gente. Pero lamentablemente en Colombia la pasión por la política quebranta familias, despedaza hogares, destruye comunidades y siembra la otredad, esa incapacidad de reconocerse como parte de un algo, esa imposibilidad de generar sentido de pertenencia a una cultura, y cimenta la improbabilidad de crear sentido de propiedad.
¡Ay, Colombia! ¿Hasta cuándo continuarás en Guerra? Ya mis abuelos te vivieron en la Violencia. Mis padres te vivieron en Conflicto Armado. Yo te he vivido con el Miedo, el Terror y la Zozobra. Y ahora mis hijos también te verán con el fusil empuñado, con la voz rota gritando “Yo soy el bueno” a la vez que el machete atraviesa cuerpos y las balas se siembran en vientres y cabezas.
¡No más! ¿A qué se debe tu sed de sangre? ¿A qué se debe tu anhelo de imposición de razón?
Mi abuelo decía, “A veces es mejor tener paz que tener la razón.”
Hoy, querido compatriota colombiano, usted tiene la razón. Duele el hambre, la ausencia de justicia, el bloqueo, el confinamiento.
Duele la panza. Duele tanto que ahora es preferible cerrar los ojos y soñar. Soñar una Colombia libre de gatillos, gamonales y caudillos. Soñar una Colombia donde el negro, el indígena, el campesino y el citadino son colombianos.
Sólo eso, soñar con una Colombia libre de miedo. Colombia, soñemos juntos.
¡Viva América!