Durante mis tiempos de colegio fue bastante poco lo que aprendimos respecto a temas de empresarialismo. La conversación, en cambio, rondaba en torno a un examen de estado cuyo resultado significaba la llave de entrada al mundo universitario, ergo, el universo profesional, o podía ser la barrera que te impediría gozar los futuros frutos de la academia.
De modo que la gente pensaba en convertirse en doctores, arquitectos, abogados o ingenieros, algunos pocos en publicistas y los considerados desadaptados en actores, escritores y artistas de todo género.
Volverse jugador de fútbol profesional constituía un sueño difuso perteneciente a otra esfera social, y sólo a través de la copa Pony Malta o perteneciendo desde muy temprana edad a las inferiores del América de Cali o de algún equipo de calidad de Primera A era posible lograr aquella hazaña.
Así, prácticamente todos esbozaban sus futuros ideales ligados a alguna empresa que estuviera dispuesta a contratar su tiempo. En otras palabras, se esbozan un futuro donde su acción de trabajo no está definida por ellos mismos, sino por aquellos que los emplean para ejecutarla.
En este sentido, no recuerdo que alguno de mis compañeros dijera: “Voy a montar una mueblería” o ninguno soñaba, en ese momento, con montar una zapatería. La gran mayoría soñaba con trabajar para una gran empresa o aspirar a algún cargo en los altos mandos políticos. Y los poco que emprendían por sí mismos las aventuras de la venta de un producto o un servicio, por lo general lo hacían por una necesidad financiera en el hogar, aunque en algunos casos porque en la familia les estaban instilando la semilla del emprendimiento.
En todo caso, es seguro afirmar que se enseña poco en las escuelas sobre la libertad de empresa como medio de independencia financiera. Quizá es algo que tiene que ver con la certeza del ingreso relacionado al empleo, esa necesidad que nos cultivan día a día como medio de supervivencia en un mundo que pareciera girar cada vez más rápido alrededor del sol. Lo digo porque hace veinte años hacer una videollamada era cosa de Star Trek y hoy un crío de 18 meses comienza solo el FaceTime trasatlántico con la abuela.
Pero, ¿y por qué hablo de todo esto?
Por un lado lo hago por una de las grandes paradojas de nuestro tiempo que consiste en que tenemos la máxima capacidad de producción de alimentos en la historia de la humanidad pero aún padecemos hambre.
Considero que se debe a dos grandes fenómenos.
El primero es la idolatración de la idea que la educación no es un medio seguro para asegurar un mejor futuro financiero ni para alcanzar los sueños.
El segundo fenómeno está relacionado a la creencia que cada quién es dueño de su devenir, y por eso si alguien nace en la pobreza y muere en ella, se le adjudica la culpa de su incapacidad de ascenso en el escalafón social, siendo la pereza y la falta de constancia los principales motivos de su fracaso según el juicio popular.
El primer fenómeno produce ausencia de sentido sobre la importancia de preparación, pues cualquier cosa puede lograr preparar a las gentes. Educar a un pueblo jamás será tarea fácil, pero mientras el pueblo mismo desconozca sus propias necesidades, recibirá una educación para lo que no necesita.
Esto es grave, además, porque la misma academia no investiga sobre los problemas reales de cada nicho dentro de una sociedad, y se estimula la división de conocimientos como una fuente de manifestación de individualidad.
El segundo fenómeno, por su parte, genera una disociación entre el individuo y la sociedad, como si este existiera en ella no como parte activa de un todo, sino como un organismo aislado dentro de un cúmulo de organismos que cohabitan un espacio pero que difícilmente coexisten.
Esto genera un vacío en lo que respecta al sentido de propiedad así como una carencia de sentido de pertenencia, pues sólo se vive para sí mismo. Y como cada vez somos más y más, somos más viviendo para nosotros mismos, sin un sentido de armonía social.
En otras palabras, el gran grueso de la población depende de un empleo para subsistir, es decir, depende de una empresa en movimiento que requiere su mano de obra para cumplir su función. Además, cada empleado está ocupado en sí mismo, enfocado única y exclusivamente en su propio bienestar.
De modo que cada empleado trabaja por y para sí mismo, y su única preocupación es cumplir con lo asignado, lo cual trunca la iniciativa y la innovación.
Pero ¿qué tiene que ver esto con la libertad de empresa?
Que la sociedad y su economía se vuelve dependiente de aquellos que deciden emprender, ya que son los verdaderos activadores económicos, son los que realmente hacen fluir la moneda.
Y este número de personas es sustancialmente menor a aquel conglomerado de personas que optan por emplearse. Sin embargo, quiero aclarar que no es mi intención menospreciar a ningún trabajador de ninguna índole, ni tampoco subvalorar su aporte al funcionamiento de la sociedad.
Lo que sí quiero lograr visibilizar es que, como sociedad, estamos limitados o potenciados por las aspiraciones de cada individuo que la compone, y en la medida que sólo estemos ocupados en nosotros mismos con el sólo fin de subsistir, jamás podremos ver las posibilidades que hay detrás del esfuerzo en activar trabajo por mano propia.
Quizá esto ayudaría con la tasa de desempleo, pues no sólo surgirían más empresarios, sino que gracias a sus emprendimientos surgirían más empleos, lo que a su vez genera mayor bienestar social. De modo que como sociedad saldríamos beneficiados si pensáramos más en educar para crear posiciones que llenarlas.
De esa manera se multiplican las posibilidades de acción de una sociedad así como las de sus individuos, pues la creación de empresa produce riqueza tanto individual como social, y quizá así surja el gran emprendimiento que acabará de una vez por todas con el hambre mundial.
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